Texto de Eva Millet
Ilustración de Jonhefrench.com
¿Qué pasa cuando, en el parque, un niño de unos diez años empieza a golpear un árbol con una piedra
sin que sus padres intervengan? ¿O si en un restaurante dos hermanos, en una mesa contigua, se
dedican a gritar y a lanzar comida ante la mirada arrobada de sus progenitores? ¿O si un nieto al
cuidado de una abuela la desobedece constantemente? ¿O si un amigo de un hijo, con cinco años, te da
un puñetazo en el estómago?
Todas estas situaciones son reales. En algunas de ellas se actuó, aunque con distintos resultados. En el
parque, el niño fue interpelado y, en vista de que su madre no venía a socorrerle, paró de machacar el
árbol. En el restaurante, los padres disimularon como actores profesionales cuando otros comensales
dieron un toque de atención. La abuela, aunque ya no puede más, no se atreve a decir nada a su hija
sobre el mal comportamiento del nieto porque teme que esta se enfade. En el caso del puñetazo, la
agredida se dirigió al padre del niño en busca de una explicación. La tuvo: el crío “se había cruzado”,
le dijo.
Son muchos los pedagogos que hablan de una generación de niños intocables, una hornada de menores
sobreprotegidos sobre los que nadie parece tener más derecho a educarlos que sus padres. “Hemos
puesto el mundo adulto al nivel del de los niños, y esto no funciona. Los hemos subido de categoría, y
van sobrados”, afirma Josep Mombiela, médico especializado en temas educativos. Según Mombiela,
la sociedad actual ha buscado hacer partícipes a los hijos en conceptos que se consideran
democráticos, como la libertad, la participación, la decisión por uno mismo…: “Sin tener en cuenta
que esos cerebros receptores no tienen la suficiente madurez. ¡Cuánto tardamos nosotros en manejar
estos conceptos!”.
Que los padres actuales, agobiados por la falta de tiempo y con sentimiento de culpa por no dedicarles
más, tienden a malcriar a sus retoños es vox pópuli. Se comenta mucho, tanto entre los adultos como
en los medios de comunicación, lo maleducados que son los niños en la actualidad. La ironía es que la
mala educación de la propia descendencia no es fácil de ver. A menudo, el ser padres implica un
enamoramiento completo con la prole, y ya se sabe que a veces el amor es ciego. No es fácil ser
objetivo.
Hay otros factores de esta ceguera paterna: la falta de otros niños con quienes comparar, debido a la
casi extinción de la familia extensa, y el hecho de que muchos padres se hayan acostumbrado a vivir
como normales ciertas actitudes que para otros de fuera no lo son. También abundan los progenitores
que disimulan y los que los justifican actitudes inaceptables con frases del tipo “mi hijo es
hiperactivo”, “tiene poca autoestima” o “un bajo nivel de tolerancia”.
El papel de la tribu
Antes era el pueblo, la tribu, el que participaba en la educación de los más pequeños (un concepto que
surge del proverbio africano “se necesita un pueblo entero para educar a un niño”). Así, el abuelo
podía hablar del nieto; el tío, del sobrino; el vecino, darte un toque de atención… Hoy esto casi no
ocurre ya, por lo que no sorprende que cada vez sean menos los familiares, amigos, incluso
desconocidos, que amonestan a niños ajenos o alertan a sus padres de que algo está fallando. Fin de
semana en una casa rural. Rosa, madre de tres niños, hace una observación a un matrimonio con el que
comparte la estancia sobre cómo manejaban a su hijo. “El niño no era fácil: tenía reacciones violentas,
insultaba a la madre y montaba numeritos”, recuerda Rosa. Y se le echaron encima: “Vi a los padres
tensos y angustiados y se me ocurrió decirles que sí, su hijo era complicado, pero también estaba muy
mimado. Y quizás tenían que razonar menos con él y ponerle más límites… No se lo tomaron nada
bien.”
Una situación como la descrita tiene el potencial de acabar con amistades de años. También las hay
que encienden conflictos familiares. “Me he encontrado con muchos abuelos y abuelas que están
decepcionados con sus nietos, pero que no pueden decir nada sin que se monte un culebrón”, revela el
doctor Josep Mombiela, quien denuncia que muchos padres “cargan a los abuelos de responsabilidades
sin darles poder frente al nieto”. Por ello considera que los padres deben reforzar la autoridad de las
personas que ayudan en la crianza (familiares, maestros, amigos, canguros…) y han de aprender a
escuchar lo que estos observan, tanto lo positivo como lo negativo.
Porque, en general, los padres tienden a defender a ultranza, a muerte, a sus hijos. Maite Cabello,
profesora de primaria desde hace más de treinta años, conoce bien estas reacciones. “Cuando hay un
conflicto, siempre me dirijo primero al niño –cuenta–, pero si veo que no funciona, hablo con los
padres, aunque sé de antemano que se van a poner como unos energúmenos.”
¿Hay que intervenir?
Dadas las muchas susceptibilidades en este tema, ¿vale la pena intervenir cuando un niño ajeno se
comporta mal? “Sí, se ha de intervenir –dice, rotundo, el doctor Mombiela–, y si la situación se
produce en un lugar público y es otro quien toma la decisión, apoyarlo inmediatamente. En estas
situaciones puedes sentirte muy solo.” Para Rocío Ramos Paúl, la supernanny española, intervenir es
importante, tanto si el niño es desconocido como si es hijo de amigos o amigo de nuestros hijos. “Si el
conflicto lo protagoniza el niño, tenemos que dirigirnos a él, de otra manera los padres pueden sentirse
cuestionados”, aconseja. La psicóloga considera que una llamada de atención de este tipo puede ser
muy positiva para el aludido: “Porque cuando un niño recibe un límite desde fuera del entorno
familiar, aprende que hay situaciones en las que los límites no se pueden saltar como le plazca, y que
hacerlo tiene consecuencias”.
La intervención de un tercero también puede ser positiva para los padres porque, en algunos casos, ese
comentario ajeno puede ser ese clic que faltaba para ver la luz: “Si le has dado muchas vueltas al tema
del comportamiento de tu hijo y alguien de fuera te dice por dónde fallas, te molesta, claro, porque no
has sido tú quien lo ha descubierto”, explica Josep Mombiela. “Pero, aunque la primera reacción suela
ser negarlo, ese comentario o crítica puede ayudar en el proceso de solucionar el problema.”
MANERAS DE DECIR BASTA
Si se trata de un niño desconocido: primero hay que dirigirse al niño que no sabe comportarse, no a los
padres. Localizar sus ojos. “Yo les marco con la mirada, no con la voz”, cuenta la profesora Maite
Cabello. “Acostumbra a funcionar, o pedirle directamente que cambie de actitud.” La primera reacción
del interpelado será mirar a los progenitores, pero, como apunta Josep Mombiela: “A mí los padres me
dan igual. Ni los miraré. Un niño me dijo una vez: ‘Tú no eres mi padre’, y yo le contesté: ‘Y tú, los
pies fuera’. Seguí con mi idea”.
Si el niño es conocido: en casa las normas las cumplen tanto los niños propios como los ajenos. De
este modo, los hijos observan que nuestros límites son coherentes, sólidos. En situaciones fuera del
hogar, con hijos de amigos o de familiares, la forma de actuar es muy similar: hay que dirigirse
siempre primero al que infringe la norma.
Si hay que dirigirse a los padres: mejor hacer una observación, una pregunta, que una crítica. El tacto
es importante, porque en estas situaciones no sólo hay susceptibilidad. También hay inseguridad:
muchos padres que no ponen límites o justifican siempre a sus hijos lo hacen por miedo. “Pero no a los
hijos –puntualiza Mombiela–, sino a equivocarse, a no hacerlo bien.”
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