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domingo, 9 de mayo de 2010

¿Podemos poner límites a los hijos de los otros?



Texto de Eva Millet
Ilustración de Jonhefrench.com
¿Qué pasa cuando, en el parque, un niño de unos diez años empieza a golpear un árbol con una piedra
sin que sus padres intervengan? ¿O si en un restaurante dos hermanos, en una mesa contigua, se
dedican a gritar y a lanzar comida ante la mirada arrobada de sus progenitores? ¿O si un nieto al
cuidado de una abuela la desobedece constantemente? ¿O si un amigo de un hijo, con cinco años, te da
un puñetazo en el estómago?
Todas estas situaciones son reales. En algunas de ellas se actuó, aunque con distintos resultados. En el
parque, el niño fue interpelado y, en vista de que su madre no venía a socorrerle, paró de machacar el
árbol. En el restaurante, los padres disimularon como actores profesionales cuando otros comensales
dieron un toque de atención. La abuela, aunque ya no puede más, no se atreve a decir nada a su hija
sobre el mal comportamiento del nieto porque teme que esta se enfade. En el caso del puñetazo, la
agredida se dirigió al padre del niño en busca de una explicación. La tuvo: el crío “se había cruzado”,
le dijo.
Son muchos los pedagogos que hablan de una generación de niños intocables, una hornada de menores
sobreprotegidos sobre los que nadie parece tener más derecho a educarlos que sus padres. “Hemos
puesto el mundo adulto al nivel del de los niños, y esto no funciona. Los hemos subido de categoría, y
van sobrados”, afirma Josep Mombiela, médico especializado en temas educativos. Según Mombiela,
la sociedad actual ha buscado hacer partícipes a los hijos en conceptos que se consideran
democráticos, como la libertad, la participación, la decisión por uno mismo…: “Sin tener en cuenta
que esos cerebros receptores no tienen la suficiente madurez. ¡Cuánto tardamos nosotros en manejar
estos conceptos!”.
Que los padres actuales, agobiados por la falta de tiempo y con sentimiento de culpa por no dedicarles
más, tienden a malcriar a sus retoños es vox pópuli. Se comenta mucho, tanto entre los adultos como
en los medios de comunicación, lo maleducados que son los niños en la actualidad. La ironía es que la
mala educación de la propia descendencia no es fácil de ver. A menudo, el ser padres implica un
enamoramiento completo con la prole, y ya se sabe que a veces el amor es ciego. No es fácil ser
objetivo.
Hay otros factores de esta ceguera paterna: la falta de otros niños con quienes comparar, debido a la
casi extinción de la familia extensa, y el hecho de que muchos padres se hayan acostumbrado a vivir
como normales ciertas actitudes que para otros de fuera no lo son. También abundan los progenitores
que disimulan y los que los justifican actitudes inaceptables con frases del tipo “mi hijo es
hiperactivo”, “tiene poca autoestima” o “un bajo nivel de tolerancia”.


El papel de la tribu


Antes era el pueblo, la tribu, el que participaba en la educación de los más pequeños (un concepto que
surge del proverbio africano “se necesita un pueblo entero para educar a un niño”). Así, el abuelo
podía hablar del nieto; el tío, del sobrino; el vecino, darte un toque de atención… Hoy esto casi no
ocurre ya, por lo que no sorprende que cada vez sean menos los familiares, amigos, incluso
desconocidos, que amonestan a niños ajenos o alertan a sus padres de que algo está fallando. Fin de
semana en una casa rural. Rosa, madre de tres niños, hace una observación a un matrimonio con el que
comparte la estancia sobre cómo manejaban a su hijo. “El niño no era fácil: tenía reacciones violentas,
insultaba a la madre y montaba numeritos”, recuerda Rosa. Y se le echaron encima: “Vi a los padres
tensos y angustiados y se me ocurrió decirles que sí, su hijo era complicado, pero también estaba muy
mimado. Y quizás tenían que razonar menos con él y ponerle más límites… No se lo tomaron nada
bien.”
Una situación como la descrita tiene el potencial de acabar con amistades de años. También las hay
que encienden conflictos familiares. “Me he encontrado con muchos abuelos y abuelas que están
decepcionados con sus nietos, pero que no pueden decir nada sin que se monte un culebrón”, revela el
doctor Josep Mombiela, quien denuncia que muchos padres “cargan a los abuelos de responsabilidades
sin darles poder frente al nieto”. Por ello considera que los padres deben reforzar la autoridad de las
personas que ayudan en la crianza (familiares, maestros, amigos, canguros…) y han de aprender a
escuchar lo que estos observan, tanto lo positivo como lo negativo.
Porque, en general, los padres tienden a defender a ultranza, a muerte, a sus hijos. Maite Cabello,
profesora de primaria desde hace más de treinta años, conoce bien estas reacciones. “Cuando hay un
conflicto, siempre me dirijo primero al niño –cuenta–, pero si veo que no funciona, hablo con los
padres, aunque sé de antemano que se van a poner como unos energúmenos.”


¿Hay que intervenir?


Dadas las muchas susceptibilidades en este tema, ¿vale la pena intervenir cuando un niño ajeno se
comporta mal? “Sí, se ha de intervenir –dice, rotundo, el doctor Mombiela–, y si la situación se
produce en un lugar público y es otro quien toma la decisión, apoyarlo inmediatamente. En estas
situaciones puedes sentirte muy solo.” Para Rocío Ramos Paúl, la supernanny española, intervenir es
importante, tanto si el niño es desconocido como si es hijo de amigos o amigo de nuestros hijos. “Si el
conflicto lo protagoniza el niño, tenemos que dirigirnos a él, de otra manera los padres pueden sentirse
cuestionados”, aconseja. La psicóloga considera que una llamada de atención de este tipo puede ser
muy positiva para el aludido: “Porque cuando un niño recibe un límite desde fuera del entorno
familiar, aprende que hay situaciones en las que los límites no se pueden saltar como le plazca, y que
hacerlo tiene consecuencias”.
La intervención de un tercero también puede ser positiva para los padres porque, en algunos casos, ese
comentario ajeno puede ser ese clic que faltaba para ver la luz: “Si le has dado muchas vueltas al tema
del comportamiento de tu hijo y alguien de fuera te dice por dónde fallas, te molesta, claro, porque no
has sido tú quien lo ha descubierto”, explica Josep Mombiela. “Pero, aunque la primera reacción suela
ser negarlo, ese comentario o crítica puede ayudar en el proceso de solucionar el problema.”


MANERAS DE DECIR BASTA


Si se trata de un niño desconocido: primero hay que dirigirse al niño que no sabe comportarse, no a los
padres. Localizar sus ojos. “Yo les marco con la mirada, no con la voz”, cuenta la profesora Maite
Cabello. “Acostumbra a funcionar, o pedirle directamente que cambie de actitud.” La primera reacción
del interpelado será mirar a los progenitores, pero, como apunta Josep Mombiela: “A mí los padres me
dan igual. Ni los miraré. Un niño me dijo una vez: ‘Tú no eres mi padre’, y yo le contesté: ‘Y tú, los
pies fuera’. Seguí con mi idea”.


Si el niño es conocido: en casa las normas las cumplen tanto los niños propios como los ajenos. De
este modo, los hijos observan que nuestros límites son coherentes, sólidos. En situaciones fuera del
hogar, con hijos de amigos o de familiares, la forma de actuar es muy similar: hay que dirigirse
siempre primero al que infringe la norma.


Si hay que dirigirse a los padres: mejor hacer una observación, una pregunta, que una crítica. El tacto
es importante, porque en estas situaciones no sólo hay susceptibilidad. También hay inseguridad:
muchos padres que no ponen límites o justifican siempre a sus hijos lo hacen por miedo. “Pero no a los

hijos –puntualiza Mombiela–, sino a equivocarse, a no hacerlo bien.”
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Los Niños Que Roban

Robar los juguetes de los amigos, los útiles de sus compañeros, el dinero ajeno, los equipos del colegio, los radios de los carros, la mercancía de los almacenes, etc., es una conducta que dejó de ser un problema exclusivo de las clases menos favorecidas entre quienes el robo es una forma de vida o de sustento. Los profesores y los mismos padres de niños pertenecientes a clases con recursos medios y altos comentan aterrados sobre la magnitud del problema de los robos entre los estudiantes de colegios y universidades, cometidos por jóvenes que cuentan perfectamente con los medios para proveerse de todo lo que se apropian a escondidas.
El grado de conciencia de los niños respecto a la seriedad de su infracción cuando roban depende, desde luego, de su edad, pues la comprensión de las normas morales requiere cierto grado de madurez y desarrollo moral.
A pesar de que la conciencia comienza a tomar forma a partir de los 7 años de edad, y los menores pueden entonces comprender las normas apropiadas de comportamiento, a esta edad actúan más por miedo al castigo que porque tengan criterios morales sólidos a los cuales se acojan. Por eso entre quienes se sienten vigilados por una autoridad, raramente el robo es un problema serio en estos años.
Entre los 8 y los 12 años, robar puede ser más frecuente. Una razón usual para ello es el deseo de los niños de tener cosas para ganar la aprobación de su compañeros, lo que indica que se trata de un problema de falta de seguridad y de autoestima más que de un problema moral.
Para los adolescentes, quienes sí entienden claramente las normas éticas y morales, robar esporádicamente puede ser una emocionante aventura o una forma de lograr la admiración de sus compañeros por su osadía al desafiar las normas sociales; así mismo, puede ser una expresión de su rebeldía contra la autoridad de los mayores o una forma de buscar su atención.
Tiempo y regalos Pero cuando un niño con uso de razón roba en repetidas ocasiones, no se trata simplemenmte de un pecado sino posiblemente de algo más serio. El robo continuado es síntoma de un trastorno de conducta y no simplemente una perversión de su personalidad. Por lo general, es el indicativo de un conflicto profundo y delicado que no puede corregirse con regaños o castigos, y que tampoco cabe dentro del simple marco del bien y del mal.
A veces, el robo es una forma de rebelarse contra unos padres muy autoritarios o punitivos. Incapaces de enfrentárseles por lo mucho que les temen, los niños sacan inconscientemente su resentimiento violando los valores morales y los principios más preciados por sus progenitores.
Con mayor frecuencia, el robo repetido es un ciego deseo de ser amado. Cuando un niño carece de afecto paterno, recurre al robo como una forma inconsciente de pedir amor y atención. Esto es especialmente frecuente en niños cuyos padres pasan poco tiempo con ellos y compensan su ausencia llenándolos de regalos; estos se convierten en sustitutos del amor paterno, y así cuando los menores necesitan afecto, recurren a apropiarse de lo ajeno.
No saben por qué lo hacen, simplemente se sienten impulsados a hacerlo. En este caso el artículo robado ni siquiera es algo que desean y muchas veces ni lo conservan, pero lo toman para compensar el rechazo y el desamor del cual se sienten víctimas.
Además, el robo frecuente y cuantioso durante la adolescencia puede ser también una señal de alerta de que el muchacho está usando drogas y roba como medio para adquirirlas.
La tendencia general de los padres cuando se enteran de que su hijo ha robado es la de castigarlo, despreciarlo y acusarlo de ladrón, con lo cual únicamente logran convencerlo de que es una persona mala, digna de repudio, lo que posiblemente lo llevará a seguir incurriendo en las mismas o en peores conductas. Como regla general, cualquier medida correctiva que ataque al hijo y lo lesione física o emocionalmente es inapropiada y debe evitarse.
Una reflexión que lo haga comprender sobre el daño que ha causado a quien se ha visto despojado de su propiedad, explicarle claramente las consecuencias que pueden ocasionarle estos actos de deshonestidad con la justicia, así como llevarlo a que devuelva lo robado, suele ser mucho más provechoso. Al no verse atacado, el joven no tendrá que defenderse y así podrá reflexionar sobre sus conductas delictivas y decidirse a modificarlas.
Modelo de virtudes? Es imperativo tener en cuenta que la conciencia de los niños se va forjando como producto de lo que le enseñan y ejemplifican sus padres acerca de lo que está bien o mal. Estos principios se van incorporando al código de valores del menor en la medida que crece. Los controles adultos internos fueron originalmente externos; en el trascurso de crecer y madurar, y a medida que el hijo se identifica con sus padres o mayores, aprende e interioriza las normas y prohibiciones de ellos y de su sociedad.
Los padres deben comprender que en la niñez todavía no se tienen experiencias suficientes que permitan a los hijos establecer sus propios controles internos, y por esto es preciso ofrecerles la ayuda externa que requieren, comenzando por un muy buen ejemplo.
A pesar de lo que prediquen, algunos padres transmiten a sus hijos la idea de que lo importante no es ser honesto sino parecerlo, y que lo imperativo es no dejarse atrapar. Poca rectitud se le enseña al hijo cuando se le advierte que mienta sobre su edad porque han pagado medio tiquete de avión para viajar en vacaciones; o cuando, aprovechándose de las congestiones a la entrada de un espectáculo público, camuflan a los niños para no pagar su boleto; o cuando adulteran los contadores de los servicios públicos para reducir la cuenta a pagar o sobornan al agente de tráfico para reducir una multa.
Cuando además los padres dan buenas razones para justificar tales trampas, les enseñan a los hijos que el fin justifica los medios y que si hay una buena causa se pueden violar los principios morales y éticos.
Sin embargo, para que los hijos sigan el ejemplo de los padres es fundamental establecer una buena relacion con ellos, ya que los niños sólo integran los comportamientos de quienes admiran, y acogerán los principios de sus padres solamente si les aman y respetan. Así, una conducta intachable de parte de los padres, acompañada de mucho amor e interés por los hijos, es la mejor contribución a una formación moral sólida y correcta.
Los niños que roban no para sobrevivir tampoco lo hacen por maldad, ni por vicio, ni por corrupción, sino porque se sienten desgraciados. Las leyes morales de los adultos no son válidas para un niño con problemas emocionales y él sólo las podrá aprender a integrar cuando se sienta amado y libre de su necesidad inconsciente de robar para sentirse valioso. Pero hay que ayudarlos y no juzgarlos. Lo importante no es que los niños sean un modelo de virtudes, sino que desarrollen las convicciones que los lleven a ser adultos correctos e intachables.
(*) Educadora familiar.

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