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lunes, 28 de noviembre de 2011

El estrés de los niños



Es difícil deshacerse de la impresión que en los últimos años ha aumentado notablemente el número de adolescentes y niños que muestran todas las características físicas y psicológicas del estrés. Se trata de una condición que era casi privativa de los adultos. Finalmente somos nosotros quienes contraemos obligaciones financieras, pagamos letras, conducimos vehículos en un tráfico cada vez más agobiante y enfrentamos las incertidumbres propias de una época de transición y cambio. Ocurre lo que con la depresión, cada vez más frecuente entre los menores que supuestamente eran inmunes a ella. Con la diferencia de que es posible que la depresión siempre haya estado presente pero que no hayamos sabido o querido reconocerla. El estrés sí parece nuevo.
Ocurre que estamos presionando demasiado, de manera desordenada y sin ofrecer colchones que amortigüen los efectos de nuestras exigencias. Hemos hablado antes de los niños apurados que son llevados de taller en taller –como nosotros pasamos de seminario en seminario– temiendo que las fuentes tradicionales de información y formación –el colegio y la familia– no sean suficientes para preparar a nuestros hijos para el futuro. Muchos menores están literalmente ocupados todo el día realizando actividades –desde el arte hasta la computación– que les son organizadas desde fuera y no pueden asumir un ocio creativo, vale decir, actividades que vienen desde adentro de uno mismo y que son igualmente importantes para el desarrollo emocional e intelectual.
Por otro lado, las instituciones educativas sienten la pegada de la competencia y un claro desfase entre lo que ofrecen y las necesidades del mercado laboral, y han comenzado, a veces de forma apresurada, a poner en marcha programas que generan expectativas que son francamente duras. Hay niños que desde pequeños están inundados de tareas que les toma horas realizar y que son sometidos a sistemas de calificación que los mantienen a ellos y sus padres pendientes de los resultados antes que de los procesos que llevan a ellos. En el caso de los adolescentes, las cosas se hacen más duras ya que muy rápidamente, entre los bachilleratos internacionales y la obligación de prepararse para ingresar a la universidad, no tienen tiempo para elaborar emocionalmente lo que significa concluir una fase tan importante y larga como es el periodo escolar. De esa manera terminan sobreconcentrándose en un proceso muy presionante que los deja exhaustos, y muchas veces, cuando logran transponer la valla, no saben bien qué es lo que hacen al otro lado. Es el origen de un primer ciclo desastroso o conductas de riesgo. Para terminar, los reales problemas de disciplina que se vienen suscitando en todos los colegios a partir de tercer año de secundaria, han obligado a muchas instituciones a recurrir a medidas drásticas y a sistemas de regulación que también generan tensión en aquellos, la mayoría, que no son transgresores.
Por eso, deberíamos pensar dos veces antes de decir a nuestros hijos: “lo único que tú tienes que hacer es ir al colegio”, y, sí más bien, ofrecerles nuestra presencia para hacer cosas no estructuradas y dejarles tiempo para… pues no hacer nada.

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