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domingo, 30 de mayo de 2010

Los hijos únicos no tienen problemas; los solos, sí



Muchos padres y madres de familia, y aún docentes, se siguen preguntando sobre los efectos nocivos que puede generar en los niños su condición de "hijos únicos". En realidad, cada vez menos.
La ampliación de la educación inicial ha ayudado de manera significativa a este cambio. Hoy los niños empiezan su socialización con compañeritos de su edad mucho más temprano que como ocurría veinte o treinta años atrás.

Esta salida al mundo les permite integrar con naturalidad otras costumbres, otros modos de proceder, otros lenguajes distintos al que apenas están conociendo en sus hogares, y va en beneficio franco de su adaptación social.

Aún así, sigue siendo importante la actitud de los padres frente a este proceso de socialización. No es igual la situación del niño que amplía su universo de personas cercanas y tiene la oportunidad de compartirlo libremente con los adultos con los que convive, creando un solo espacio múltiple y variado de relaciones y vínculos, que el niño que vive una vida social escindida: una, en la institución educativa, llena de intercambio y actividad, y otra, en un hogar aislado, de interacción limitada a unas pocas caras de adultos, y con actividades ajenas a los intereses característicos de su edad.

Es la diferencia entre el niño integrado socialmente y el niño aislado. Esto sí es fuente de problemas, y no, el hecho de ser hijo único.

Un niño aislado en su hogar crea un mundo imaginario frecuentemente, fruto de la falta de compañía para sus juegos. Nada que se pueda calificar, en principio, de nocivo, pero que, en la medida en que se trata de actividades en las que no hay regulación alguna, fruto del intercambio con otros, lleva a que el chico construya "leyes, normas y conductas" que él mismo regula y en las que todo se mueve a su antojo. Esta vida, por contraste, le suele generar dificultades en la interacción con los demás, puesto que son mundos dispares en sus dinámicas y en sus estructuras.

Si, además, los espacios de intercambio con otros se da mucho más con adultos que con otros niños, en lugar de experimentar la igualdad, la construcción compartida de normas y criterios, la "medición de fuerzas" en distintos campos, el perder y el ganar, como fruto de los juegos equilibrados, el abrirse espacio propio sin ventajas ni desventajas, se experimentan más vivencias como la obediencia (o sus contrarios), el respeto (o sus contrarios), la norma inexplicable, la obligación, el mundo de "lo ajeno" que para el niño, en gran medida, son los adultos... además de todas las "mañas" que llegan a inventar para tratar de controlar una relación desigual.

Observemos cómo los niños que tienen buenos niveles de socialización con pares no muestran pataletas ni desbordes emocionales tan frecuentemente como los que viven casi solo entre adultos, para citar un único ejemplo del estilo de comportamientos que se generan de acuerdo con el ámbito que predomina para ellos.
Sin duda, la presencia del adulto es importantísima para niños y niñas, para identificar las relaciones con las figuras de autoridad, para conocer el pensamiento, las costumbres y los criterios de aquellos que los guían, para aprender lo distinto, para descubrir el ayer y el mañana; pero el mundo apetecido y más libre del niño y de la niña se configura entre estos y los demás iguales con los que comparte su modo: el del aquí y ahora.

Antes, cuando el niño permanecía hasta los seis o siete años viviendo entre adultos exclusivamente, ser hijo único era todo un problema. Hoy, que el ingreso a la vida escolar es tan temprano, ser hijo único no tiene por qué ser un problema. Depende de las actitudes que los adultos asumamos frente a la socialización de esa hija o de ese hijo único. Si pueden compartir con otros niños, resulta de gran ayuda. Si no, tendremos una buena dosis de dificultades con ellos. Como vemos, se pueden manejar, pero su salida natural es el compartir con otros, además de con nosotros.

JORGE ALBA
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ay que partir de la premisa de que ser hijo único hoy no es lo mismo que antes. Antiguamente era algo obligado por distintas razones mientras que en la actualidad hay muchos que lo hacen por opción", explica la sicóloga infanto juvenil Constanza Fernández. 

Además, agrega que el asunto no se agota ahí, porque 
también caen en la calificación de hijos únicos aquellos que tienen una diferencia de, al menos, siete años con el resto de sus hermanos, "algo común hoy en día". 

Ante esta nueva realidad, existen varios aspectos que los padres deben tener en cuenta. Primero, que la extensión de la jornada escolar propicia que tengan mayor contacto con sus pares: "Esto es de gran ayuda para ellos en términos del desarrollo de su sociabilidad y disminuye la creencia de que son niños más solos o tímidos".
Pero es enfática en advertir que esto no implica que los padres se olviden del tema. "Siempre hay que fomentar que se relacionen con niños fuera del contexto escolar, ya sean primos, hijos de amigos, o bien buscarles instancias nuevas donde puedan hacer amistades", precisa. El "viejo chico"

La razón, a su juicio, es que el colegio es un ambiente más reglamentado y si el área social del niño se limita a eso y a la casa, se corre el riesgo de que se críe como un "viejo chico". Un modelo que a esta sicóloga le ha tocado ver bastante y que, si bien es muy cómodo para los padres, puede producir problemas en el correcto desarrollo del niño. 

"Tienen actitudes y lenguaje de adulto, lo que es muy celebrado por su familia en la casa. Pero también 
son niños que en el colegio hacen callar al resto de sus compañeros, son muy correctos y hacen pocas travesuras, por lo que terminan siendo aislados. Al final, crecen con una estructura emocional más rígida, lo que les traerá problemas en sus relaciones en la adultez", cuenta. 

Por lo mismo,
 la recomendación es que los padres hagan un esfuerzo por sacar su lado lúdico y jueguen con ellos de una forma más "infantil". "Que hagan actividad física, que bailen, que hagan bromas, que jueguen a la guerra. En resumen, que los ayuden a soltarse un poco, a ser más niños"
Una medida que sirve, pero que en ningún caso reemplaza el hecho de compartir con pares, según la sicóloga infantil de la Clínica Santa María, Gabriela García. "Además, es importante que estos niños tengan en su casa un espacio para ser infantiles, para ensuciarse, para hacer leseras". Espacio que, agrega, debe diferenciarse de aquellos que tienen los adultos. "Hay que tener cuidado porque los hijos únicos tienden a estar todo el tiempo en la pieza de los papás y al final terminan participando de las discusiones y conversaciones adultas, están metidos cuando hay invitados y eso no es bueno", explica. 

Ahora, tampoco hay que caer en el extremo de taparlos con actividades y llenarle la casa de amigos. "Porque
 también tienen que aprender a asumir su condición, a entretenerse solos y a disfrutar de su soledad". 

Otro aspecto a tomar en cuenta es el de las expectativas. "Uno siempre imagina cómo y qué va a ser nuestro hijo cuando grande, fantasías que se reparten cuando se tienen varios niños. El que es único, en cambio, carga solo con el peso de encajar en el molde que tienen sus papás porque sabe que él es todo para ellos e inconscientemente trata de retribuirles eso", aclara la profesional. 

Por eso la recomendación es que, 
antes de regalarle la pelota de fútbol o la guitarra sin que el niño lo haya pedido, los padres se den el trabajo de revisarse a sí mismos y asumir sus deseos y frustraciones como propios en vez de endosárselos al pequeño


Confucio: “Educa a tus hijos con un poco de hambre y con un poco de frío”.
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¿Dejamos a los niños ser niños?




puedojugar.jpg
Hace un tiempo Mamá de Lola ilustró esta escena de una niña vestida “de domingo” en el parque pidiendo permiso a su madre para jugar (y mancharse) con los otros niños que recibe como respuesta un “sólo si no te manchas”.
Osho, en un magnífico libro titulado El libro del niño (que estoy leyendo estos días), explica una situación parecida:
“La madre estaba preparando a Pedrito para ir a una fiesta. Cuando acabó de peinarle y colocarle el cuello  la camisa le dijo: – ¡Ahora vete, hijo! Diviértete… ¡y pórtate bien!
– ¡Por favor, mamá! – dijo Pedro -. ¡Antes de que me vaya decídete por una de las dos!”
Estas dos situaciones me hacen preguntarme hasta qué punto dejamos a los niños ser niños.

“Dejar que los niños sean niños”. Esta frase puede parecer una redundancia, sin embargo es fácil explicarla si nos centramos en la definición informal de niño.

¿Qué es un niño?

La R.A.E. dice que un niño es aquel “que está en la niñez”, “que tiene pocos años” y “que tiene poca experiencia”.
Esta es una definición formal que podría hacer cualquier persona con sólo observar e intercambiar unas cuantas palabras con un niño, sin embargo, la definición informal podría ser muy diferente:
  • Un niño es una persona con pocos años, con poca experiencia en general pero con una energía y una vitalidad muy superiores a las personas adultas.
  • Un niño es una persona pequeñita, bastante más pequeña que las personas de más edad, aunque con un corazón enorme, capaces de sonreír cuando alguien les sonríe y de llorar cuando ven a alguien llorar. Con el tiempo, al contactar con la realidad de los adultos, va perdiendo la capacidad de ser empático.
  • Un niño es una persona con unas ganas de aprender que nunca acaban, con ganas de descubrir el mundo y el entorno que le rodea mediante su vista, su tacto, su olfato, su gusto y su oído. Con el tiempo, por diferentes razones, muchos pierden las ganas de aprender.
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  • Un niño es una persona a la que no le importa mancharse, caerse, levantarse, correr cuando todos están parados y pararse cuando todos corren, porque no le importa lo que los demás piensen de él. Con el tiempo, la necesidad de ser aceptado por el resto hace que deje de ser él mismo y que se comporte como los demás esperan de él.
  • Un niño es una persona capaz de decir la verdad sin inmutarse (“no me gusta estar contigo”) y de extrañarse cuando se le pide que mienta (“Pedrito, da las gracias y di que te ha gustado mucho”). Con el tiempo, aprende a no decir la verdad, a riesgo de no hacerlo cuando debiera (“mejor me callo y no me meto en líos”) y aprende a mentir, demasiado a menudo (“me alegro mucho de verte”, “te llamo y quedamos”, “muchas gracias, me ha gustado mucho”, “no, si a mí no me molesta”, etc.)
  • Un niño es, en definitiva, una persona que necesita hacer todo lo que le define informalmente (correr, mancharse, embadurnarse de arena, llevársela a la boca, subir a los columpios por sitios que no están destinados a ello, decir lo que piensa y siente con inocencia y honestidad, etc.) porque es su manera de aprender.

Perdiendo las infancias

Por todo lo que he comentado, siento pena cuando veo situaciones como la de la ilustración y cuando veo niños callados, sumisos, educados en la obediencia (casi ciega) y con poco poder y pocas ganas de actuar por sí mismos.
Así van pasando los años y se van perdiendo infancias, haciendo lo que los demás les dicen que deben hacer para ser limpios, educados y buenos y para actuar como mini-personas adultas.
Los niños tienen que ser niños y actuar como tal. Si no les dejamos disfrutar de la inocencia, de la libertad, de los juegos, de la tierra, del entorno y de la vida que les rodea cuando son pequeños, ¿cuándo demonios se comportarán como niños?
Cada día estoy más convencido de que las personas que de pequeñas no disfrutaron de su infancia llegan a la edad adulta con una extraña sensación de vacío. Algo así como un “me falta algo” que a menudo se solventa viviendo la niñez cuando no toca (y evidenciando una especial falta de responsabilidad y un querer quemar cartuchos un tanto preocupante).

¿Los niños tienen que hacer lo que quieran?

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Muchos lectores se estarán llevando las manos a la cabeza pensando que esta entrada reitera el mensaje que dice que los niños tienen que poder hacer todo lo que quieran.
En parte es cierto, pero con matices, claro. Un niño tiene que poder escoger su camino en la vida, que para eso es suya, y nosotros los padres debemos estar a su lado para aconsejar y para reconducir aquellas actuaciones y situaciones que puedan ser peligrosas o nocivas para ellos o para el resto.
Los niños tienen que jugar, tienen que mancharse, tienen que conocer su entorno desde su propioYo y no desde el nuestro y tienen que errar para aprender.
Nuestro papel, como dijera en su momento Khalil Gibran en el libro “El Profeta”, es hacer de acompañantes en el viaje:
Podréis darles vuestro amor, pero no vuestros pensamientos, porque tienen sus propios pensamientos.
Podréis albergar sus cuerpos, pero no sus almas, porque sus almas moran en la casa del mañana, que no podéis visitar, ni siquiera en sueños.
Podréis, con mucho, pareceros a ellos, mas no tratéis de hacerlos semejantes a vosotros, porque la vida no retrocede, ni se estanca en el ayer.

La ropa limpia y bonita es un deseo nuestro

De la ilustración de Mamá de Lola se puede extraer otra conclusión: nos encanta que nuestros hijos vayan bien guapos, con ropa bonita, y algunas madres traspasan ese deseo, que es propio, a sus hijos.
Cuántas veces hemos oído a nuestra madre: “Ten cuidado, no te manches, que este pantalón me ha costado muy caro” y frases similares que provocan en los niños sentimiento de culpabilidad si se ensucian o si se caen, cuando en realidad tendrían que responder “pues mamá, haberme comprado unos pantalones de chándal en las rebajas, que a mí me da igual”.
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¿Saben los niños jugar?

El juego es una actividad que requiere un aprendizaje. De la observación directa deniños y niñas jugando, concluimos que la capacidad de jugar, que no es innata, se está perdiendo entre los niños del ámbito urbano.


Según J. Piaget, «el juego tiende a construir una amplia red de dispositivos que permiten al niño la asimilación de toda la realidad, incorporándola para revivirla, dominarla y compensarla». Así que es cierto que el juego cumple una función cognitiva, permite que los niños aprendan al jugar. Hasta aquí nada nuevo.
El problema reside en que como casi toda actividad humana, sobre todo las que van a producir un aprendizaje, requiere un esfuerzo. Además el juego, por su propia naturaleza, requiere la aceptación libre y respeto de sus normas. En resumen, que a jugar también hay que aprender. Hasta aquí nada nuevo.
Trabajo en lo que se llama educación no formal. Una parte de mi trabajo consiste en proponerles juegos o en facilitar las condiciones para que jueguen. Desde hace un tiempo me dedico a observar el juego infantil, cuando éste no es dirigido (recreos, comedores, ludotecas, en la calle).
Mi conclusión es que los niños ya no aprenden a jugar. En los recreos la actividad que más adeptos tiene, y más recursos y espacio ocupa, es el fútbol. El que no juega al fútbol, mayoritariamente niñas, deambula por el patio, sin un fin preciso. Y cuanta más edad tienen más inactivos permanecen.
Por las tardes trabajo en un programa de Educación compensatoria. El recurso principal es el ordenador(todo se soluciona con tecnología, se supone). Para que la actividad no se convierta en una academia de ofimática ni en un cibercafé, procuro medir las dosis de aprendizaje de utilidades informáticas, Internet y juegos. De este trabajo, en el que llevo tres cursos, me sorprende la facilidad con que se aburren losniños, así como lo poco que les sorprenden las cosas. Nunca han tenido los niños tantas opciones de ocio: ludotecas, escuelas de verano y Navidad, bibliotecas bien dotadas y con actividades complementarias, actividades extraescolares en el propio centro, escuelas deportivas, canales y más canales de televisión,.... Y sin embargo todo les aburre. Una generación de niños insatisfechos.
JPEGUna de las cosas que enseñan los juegos es la necesidad de respetar límites. El juego implica unos límites temporales, espaciales y normativos. Valga como ejemplo una partida de ajedrez, un partido de baloncesto o una baza de escondite inglés. En todos los casos hay un espacio acotado, una duración más o menos determinada, unas normas claras. Límites.
Y junto a las carencias lúdicas y el aburrimiento, otra cosa que he notado en los niños es, precisamente, la carencia de límites. Y no sólo a esos límites que le gusta tanto a la pedagogía conservadora, identificando límite con sometimiento del niño. También se da una carencia de límites en la alimentación de los niños(nunca se han vendido tantas golosinas como ahora), la ropa y el calzado de marca, el uso de tecnologías, el consumo de televisión, la carencia de un horario razonable,... Una consecuencia de ello: la hiperactividad, el trastorno de moda. Si bien es cierto que se abusa de este diagnóstico, lo cierto es que se ha producido un elevado crecimiento del número de niños hiperactivos en las unidades de psiquiatría infantil.
Otra consecuencia de la carencia de límites: la desaparición del pensamiento creativo entres los niños. Si el juego es dirigido o no hay juego, si los juguetes no permiten más uso que el que pone en las instrucciones, si el principal referente cultural del niño es la televisión, si en definitiva son meros consumidores y nunca protagonistas, como van a desarrollar habilidades creativas. Y por creatividad no me refiero a la expresión artística, si no a ser capaces de ver las cosas desde otra perspectiva, a buscar soluciones innovadoras a los problemas que les surjan, a salir de la rutina con propuestas originales. Es precisamente la presencia de límites lo que obliga a ser creativos. Los juguetes de los niños africanos sirven de prueba.
Jugar implica tomar decisiones: ¿piedra, papel o tijera? Si el niño no desarrolla la capacidad de jugar, cómo esperamos que sea una persona autónoma.
Podríamos seguir un largo rato: solidaridad, cooperación, empatía, autoestima,...
El juego, como la risa tiene algo de subversivo. Volviendo a lo dicho por Piaget, el juego permite conocer la realidad, dominarla, compensarla. Mal asunto para el sistema económico si los desfavorecidos por él aprenden, desde pequeños, a conocer, dominar y compensar la realidad. Quizás el aburrimiento, como la tristeza, son más útiles a los poderosos.

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